Con la pelota de trapo
Tiempos de bonanza económica, Luchin juega en medio de tierras baldías y envenenadas, saltando acequias contaminadas, jugando en triciclos de plástico reciclado. A lo lejos, el humo de la refinería - señal del progreso en país tercermundista - le garantiza plomo en la sangre, en cantidades cincuenta veces más de las que el cuerpo humano puede resistir sin daños irreversibles, pero colaterales a los ojos del miope desarrollo.
El padre de Luchín se llama Segundo, cuida de su hija Flor mientras está de paro. Espera regresar a la fundición una vez que el gobierno apruebe a sus millonarios patrones una prórroga para cumplir requisitos ambientales. Segundo no sabe de PAMA: toda su vida ha vivido en La Oroya, no conoce más cielo que ese, rosáceo y gris.
Rosa es la madre de Luchín, tiene tres hijos más. Ella es de Cerro de Pasco, aquella ciudad que agoniza mientras espera que el tajo minero se lo engulla por completo. Ella añora los años de infancia, cuando vivía en la chacra recién ganada al latifundio por su abuelo, tras la reforma agraria. Eran tiempos de esperanza y de cielo celeste, hasta que sinchis y cumpas terminaron con sus sueños, a pólvora y dinamita.
Ellos esperan el día cuando el mundo se voltee, los rios se dentengan, las jaulas se abran y la tortilla se vuelva: entonces no existirán Luchines con manitos moradas, viviendo precariamente en casas de cartón, con los pulmones grises, muriendo uno por día en las heladas tierras de la sierra andina, tantas veces sangrada.
Si hay niños como Luchínque comen tierra y gusanos
abramos todas las jaulas
pa' que vuelen como pájaros
con la pelota de trapo
con el gato y con el perro
y también con el caballo.
Y ese día, no habrá pueblo más felíz en la tierra.